La figura del pato cojo (lame duck) forma parte de la cultura política de Estados Unidos: se refiere a la situación de debilidad política del presidente durante los dos últimos años de su segundo mandato, incluso de su falta de liderazgo en el seno de su partido. Al mismo tiempo, no es raro que el pato cojo se atreva a tomar decisiones que hasta entonces orilló a causa de los riesgos electorales que entrañaban y de los que se siente eximido porque no puede optar a un nuevo mandato. Nada de eso forma parte de los usos políticos británicos, pero el apoyo logrado por el primer ministro, Boris Johnson, en la moción de confianza votada por los diputados del Partido Conservador -211 a favor de su continuidad, 148 en contra- confiere al inquilino del 10 de Downing Street el perfil de un pato cojo, debilitado en extremo a causa de un resultado bastante peor al logrado por Theresa May en 2018 y que seis meses después de la votación la llevó a presentar la dimisión.
Si Winston Churchill osó decir en julio de 1945 que frente al número 10 se había detenido un taxi vacío con Clement Atlee, el líder laborista que le sustituyó al frente del Gobierno, de la llegada de Johnson al mismo domicilio después de la votación cabe decir que se apeó del coche oficial un primer ministro que precisa muletas para tenerse en pie. Por más que intente dar una visión optimista de lo sucedido en el cónclave conservador en la Cámara de los Comunes, lo cierto es que el partygate, el programa de fiestas en las que participó el premier en plena fase aguda de la pandemia, ha debilitado en grado extremo la figura de Johnson, urgido a renunciar al cargo por figuras importantes de su partido.
Resultan especialmente sangrantes algunas de las comparaciones hechas por los medios británicos una vez consumada la votación, en especial la publicada por el semanario The New Statesman, que establece un paralelismo entre Silvio Berlusconi y Boris Johnson al entender que este último, al igual que el exprimer ministro de Italia, ha sustituido “la acción por los actos de impulso”, una versión actualizada de la política espectáculo. En tal apreciación pesa como una losa la propensión de Johnson a la extravagancia, al coup de théâtre, una técnica en la que se ejercitó en sus días de alcalde de Londres, pero que entraña toda clase de riesgos en situaciones de una gravedad excepcional como las derivadas del brexit, de la pandemia, de la crisis a ella asociada y de las incertidumbres servidas por la guerra de Ucrania. Johnson es la antítesis del líder que inspira confianza cuando se ciernen sobre el futuro nubes de tormenta.
“Con el Partido Conservador en crisis, las empresas frustradas y la crisis del coste de vida, el tiempo no está del lado del primer ministro”, sostiene un analista del diario The Guardian. Puede añadirse que si el viento sopló a su favor cuando ganó las elecciones fue en gran medida por el muy deficiente liderazgo del Partido Laborista, donde las contradicciones de los euroescépticos, encabezados por Jeremy Corbyn, facilitaron la victoria del brexit en el referéndum y la de los tories en las legislativas de 2019, a las que el laborismo se personó vencido de antemano. Da la impresión de que en un entorno más convencional del que le ha llevado a encabezar el Gobierno, Johnson hubiese tenido menos opciones de vencer y más posibilidades de ser víctima del sarcasmo del establishment, que ahora parece haber perdido la paciencia con él.
El conservadurismo clásico reprocha al primer ministro que nadie en el Gobierno fuese capaz de indicarle que su posición era insostenible y que cosecharía un muy mal resultado al votarse la moción. Un veterano del Partido Conservador como William Hague utilizó las páginas de The Times para advertir de que Johnson carecía de recursos para superar el momento sin grave daño, y un editorialista del mismo periódico ha llegado a tachar al Gobierno de “equipo decepcionante, elegido por su lealtad”. Un equipo que a menudo parece instalado en una realidad virtual, un estado de ánimo que lo mismo vale para afrontar la victoria del Sinn Féin en el Ulster como si nada hubiese pasado que para perseverar de nuevo en la revisión de lo acordado con la Unión Europea que afecta al estatus económico de la provincia.
El rastro de los despropósitos acumulados por Boris Johnson podría inducir la creencia de que ha perdido la batalla de la opinión pública, pero sería exagerado suponer que, al mismo tiempo, la ha ganado Keir Starmer, líder del Partido Laborista. Puede que la reacción espontánea de algunos ciudadanos, recogida por diferentes medios, dé pie a pensar en lo primero –“el señor Johnson cree que estamos dispuestos a aguantar cualquier cosa”, dijo uno de los entrevistados en plena calle-, pero es sintomático que las referencias a Starmer en estos mismos medios hayan escaseado. Porque, finalmente, la erosión conservadora es tan cierta como que pervive en la opinión pública el recuerdo de la desorientación laborista en el largo periodo de tiempo transcurrido entre que David Cameron convocó el referéndum para la permanencia del Reino Unido en la UE y la victoria conservadora en 2019.
En cierta ocasión, Harold MacMillan sostuvo en público: “Es buena cosa que se rían. Es mejor que ser ignorado”. El problema de Boris Johnson es que si alguna vez hizo reír, y eso es muy posible, hace tiempo que dejó de hacerlo, y su gusto por lo insólito, por lo provocativo, por lo ajeno a la norma ha excedido con mucho el índice de tolerancia de sus conciudadanos, al menos de aquellos -no son pocos- que creen que algo profundamente perturbador alienta en la tendencia de Downing Street a transgredir normas elementales de obligado cumplimiento establecidas por el propio Gobierno. Ahí, más que ganas de reír, se adivina una dosis creciente de hartazgo que acaso haya puesto fecha de caducidad a la permanencia de Boris Johnson al mando de las operaciones.